El día de mis noventa años había despertado, como siempre, a las cinco de la mañana. Mi único compromiso,

por ser viernes, era escribir la nota firmada que se publica los domingos en El Diario de la Paz. El tema de la nota de aquel día era mi edad. Desde hacía meses había previsto que mi nota de cumpleaños no fuera el sólito lamento por los años idos, sino todo lo contrario: una glorificación de la vejez. Empecé por preguntarme cuándo tomé conciencia de ser viejo y creo que fue muy poco antes de aquel día. A los cuarenta y dos años había acudido al médico con un dolor de espaldas que me estorbaba para respirar. Él no le dio importancia: Es un dolor natural a su edad, me dijo.

En ese caso – le dije yo –, lo que no es natural es mi edad.

El médico me hizo una sonrisa de lástima. Veo que es usted un filósofo, me dijo. Fue la primera vez que pensé en mi edad, en términos de vejez, pero no tardé en olvidarlo. Me acostumbré a despertar cada día con un dolor distinto que iba cambiando de lugar y forma a medida que pasaban los años. A veces parecía ser un zarpazo de la muerte y al día siguiente se esfumaba. Por esa época oí decir que el primer síntoma de la vejez es que uno empieza a parecerse a su padre. Debo estar condenado a la juventud eterna, pensé entonces, porque mi perfil equino no se parecerá nunca al caribe crudo que fue mi padre, ni al romano imperial de mi madre. La verdad es que los cambios son tan lentos que apenas se notan, y uno sigue viéndose desde dentro como había sido siempre, pero los otros los advierten desde fuera.

En la quinta década había empezado a imaginarme lo que era la vejez cuando noté los primeros huecos de la memoria. Deambulaba por la casa buscando los anteojos hasta que descubría que los llevaba puestos, o me ponía los de leer sin quitarme los de larga vista. Un día desayuné dos veces porque olvidé la primera, y aprendí a reconocer la alarma de mis amigos cuando no se atrevían a advertirme que les estaba contando el mismo cuento que les conté la semana anterior. Para entonces tenía en la memoria una lista de rostros conocidos y otra con los nombres de cada uno, pero en el momento de saludar no lograba que coincidieran las caras con los nombres.

MÁRQUEZ, Gabriel García. Memoria de Mis Putas Tristes. Buenos Aires, Sudamericana, 2004,

En sus recuerdos el autor nos dice que

A) se acordó, a las cinco de la mañana, que tenía un compromiso con un amigo en el periódico.

B) el viernes, y no el domingo, era el día de la publicación de su nota.

C) tenía el compromiso de escribir una nota en el periódico todos los días.

D) despertó temprano en el día de su cumpleaños.

E) no tenía nada que hacer en el día de su cumpleaños.
6.Respecto a la nota de aquel día, su idea era de que

A) iba a escribir sobre la exaltación de la sencillez.

B) sería un homenaje a la vejez.

C) intentaría reproducir un lamento por tantos años de soledad.

D) era importante hablar sobre la sensación de ser joven y sano.

E) nadie leyera lo que iba a escribir.

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